Breves reflexiones sobre la cocina nacional, la cocina regional y la memoria gastronómica

Artículo de divulgación

Rafael Cartay. rafaelcartay@hotmail.com

, ULA, Venezuela.

ORCID: 0000-0002-5870-5658

Resumen

Las cocinas nacionales son una construcción soportada por el concepto de cocinas regionales. Ambas descansan en la memoria.

Palabras clave : Divulgación, cocina nacional, cocina regional, memoria gastronómica


No fue fácil para mí decirlo la primera vez, hace ya varios años: la cocina nacional no existe, es una ficción. Había que armarse de valor para decirlo ante una audiencia que te exigía explicaciones detalladas acerca de esa afirmación que parecía irresponsable. Y explicar que la cocina nacional no existe en una primera instancia, que resulta una construcción posterior y forzada, y no es más que un concepto de “segundo piso”, que se utiliza actualmente como soporte de las consideraciones relacionadas con la identidad nacional. En efecto, la identidad nacional es un sentimiento necesario para pensarnos como una comunidad unificada, que comparte territorio, instituciones, patrimonio y valores. Ese concepto de identidad surgió “adherido” al de nación, que, según Benedict Anderson, es la manera de verse y repensarse unos frente a los otros, desde finales del siglo XVIII. En otros tiempos, los otros eran los bárbaros, los nacidos en otras tierras, los que no merecían respeto y levantaban siempre sospechas.

Para Anderson, la nación es una comunidad política imaginada, inherentemente limitada y soberana.

Es una comunidad política porque se concibe como la expresión de un compañerismo profundo y horizontal, a pesar de la existencia de desigualdades sociales y económicas, que pueden llegar a ser muy notables entre los ricos y los pobres, los jefes y los subordinados. Esa comunidad depende de sus similitudes y no de sus diferencias.

Es imaginada, porque ningún individuo de esa comunidad, por pequeña que sea, conocerá jamás a la mayoría de sus compatriotas, ni sus proyectos y anhelos.

Es limitada, porque esa comunidad tiene fronteras finitas, aunque flexibles, más allá de la cuales se encuentran” otras” comunidades y naciones.

Es soberana, porque cada comunidad tiene la idea de autogobernarse sin interferencia de otras comunidades que comprometan y disminuyan su propia soberanía.

Del concepto de nación, y de nacionalismo, deriva otro, que es el concepto de identidad nacional, que implica la noción de cohesión de un grupo o comunidad, que se concibe como un “nosotros”, frente a los ”otros”, de los que se diferencia. Los que se cohesionan como “nosotros” comparten un pasado, que no está esclerosado, si no sujeto de manera constante al cambio, aunque esto no se advierta en el corto plazo. Un pasado que los “explica” y que se transmite, unido a lo que relevante del presente, como un legado a los descendientes. Es lo que se conoce como tradición. Ese legado es un complejo y diverso sentimiento simbólico que se manifiesta de muchas maneras. A través de la literatura, la música, la danza, la plástica, la gastronomía, los comportamientos sociales.

La nación se comporta como una construcción cerrada y abierta a la vez. Cerrada, porque es “sentida profundamente” solo por los que conforman el “nosotros”, y no por los “otros”, ajenos a esa experiencia directa, que viene generalmente desde la infancia. En la nación, las experiencias individuales se convierten, simbólicamente, en una experiencia del “colectivo”. Abierta, porque a ella puede acceder parcialmente algún “otro” a través de la lengua, la comida, el parentesco o la inmigración. Parcialmente, porque el “otro” que se adhiere solo podrá compartir el presente y el futuro, pero no el pasado, porque ese es un territorio y patrimonio exclusivo circunscrito solo al que lo ha vivido de manera directa.

La comida “del pasado”, una comida que el tiempo ha filtrado en el curso de varias generaciones, y que uno llama comida tradicional, es la expresión del nacimiento de un individuo al mundo de la naturaleza y de la alimentación a través de la percepción selectiva de sus sentidos. Esas percepciones, que marcan al individuo de manera profunda y duradera desde la infancia, se producen en el seno de una cultura específica, en un cierto territorio, inscrita en una sociedad y en un tiempo determinado. A esa memoria intangible, poética, duradera, que persiste por siempre, han hecho referencia los filósofos y los poetas. Por ejemplo, el poeta inglés William Wordsworth: “…Pero he aprendido/ a mirar la naturaleza, no, como en la hora/ de la insensata juventud, sino escuchando a menudo/ la música serena y triste de la humanidad/ sin asperezas ni disonancias, /aunque con la fuerza suficiente para aquietar e imponerse”. En Inmortality Ode (Oda a la inmortalidad), Wordsworth dice: “No debemos afligirnos/ porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo./ En aquella primera/ simpatía que habiendo/ sido una vez,/ habrá de ser por siempre”.

Esas impresiones son moldeadas por las reglas y las costumbres prevalecientes en el grupo social del que se forma parte. Esas impresiones se quedan firmemente grabadas en su memoria de largo plazo, pero se comportan como si se tratara de una memoria implícita, en tanto que no es recuperable intencionalmente, sino que surge de manera espontánea. A esa memoria se accede de una manera inconsciente, disparada por la combinación de una acción alimentaria singular, asociada con una emoción. Y solo accede a ella alguien que haya nacido o haya sido criado desde su infancia en el seno de esa comunidad, compartiendo la construcción de un complejo sensorial, que moldea sus estructuras neurológicas y le crea una “memoria gustativa” particular, relacionada con la apreciación gastronómica de los alimentos disponibles en la comunidad, y las maneras de ser y hacer en la localidad, y que es objeto de transmisión o de tradición. Se trata de una especie de escenario o de paisaje cultural, intangible, que nos sirve de fondo mientras crecemos y vamos descubriendo, asombrados, la vida y las “cosas” que allí ocurren. Es una construcción lenta, compleja y simbólica, que vincula de manera estrecha la apreciación del mundo y de sí mismo, y el entramado de las emociones y creencias de los individuos, con la “cultura” en que se desenvuelve. A eso se refería el poeta francés Charles Baudelaire (1821-1867), cuando dijo que “Mi patria es mi infancia”. Un concepto expresado también, años después, por el poeta checo Rainer María Rilke (1875-1926) al decir que “La verdadera patria del hombre es la infancia”. Ambos poetas pensaban que en esa etapa se forma nuestra noción del hogar, nuestros primeros recuerdos y sueños.

En el ámbito alimentario encontramos, en nuestra infancia, los alimentos físicos y sus significaciones simbólicas. Los alimentos, los ingredientes, las técnicas de preparación, los utensilios, las maneras en la mesa y los afectos implícitos en esa transmisión, y los símbolos que se les asocian, y que prevalecieron en nuestro entorno durante esos “instantes” vividos. Así vamos “descubriendo” las frutas, por ejemplo, que nos vamos encontrando, para convertirlas en una experiencia individual: que engloba la fruta en si misma (su forma, color, tamaño, textura, y especialmente su olor y sabor). Digo las frutas, antes que otro alimento, porque las podemos comer directamente, sin ningún procesamiento, Pero ese “descubrimiento” personalizado ocurre mientras vivimos (lo que implica acciones determinadas para “apropiarnos” de la fruta). Una apropiación mucho más emocionante si la fruta crece en un cercado ajeno, y supone un cierto riesgo el acto de su apropiación: subirse al árbol, introducirnos en una propiedad ajena, esforzarnos por poseer la fruta: olerla, degustarla, inventar una manera de comerla, y descubrir las formas de combinarla, etc. No se trata simplemente de comer una fruta, sino de consumirla dentro de una cultura, y que cada individuo descubra los atributos, su sabrosura, o los perjuicios de la fruta, como cuando nos produjo una indigestión o una sensación desagradable si hemos abusado al comerla en demasía. Las primeras frutas nos iniciaron en el aprendizaje de los primeros olores y sabores, y crearon un primer “afecto”. La palabra afecto viene del latín “affectus”, que equivale a ponernos en un cierto estado de espíritu. El verbo afectar deriva de “facere”, hacer.

Los que compartieron esa “infancia”, esa instancia histórica, los que formaron parte de la experiencia del “nosotros” en esa etapa, son los únicos que pueden compartir ese tipo de “pasado” o de memoria gastronómica. Un pasado “compartido” en el que se desarrolló la personalidad del individuo en el seno de una familia, de una comunidad y de una cultura, y de una cierta “naturaleza” y su biodiversidad. Una experiencia compleja que se desarrolla en contacto estrecho con sus vivencias, emociones, creencias y actitudes. De ese pasado tan singular da cuenta de manera privilegiada la comida y la gastronomía, que es un concepto social asociado a la comida, que nos marca con su huella indeleble para toda la vida. Ahora solo hago referencia a la comida (imprescindible para la sobrevivencia del individuo), pero pienso que algo parecido debe ocurrir también con el nacimiento a la sexualidad (imprescindible para asegurar la sobrevivencia de la especie humana).

Creo que existen, al menos, dos maneras de interpretación de la alimentación como un hecho social total, presente desde el nacimiento hasta la muerte. Una se relaciona con los alimentos que nos nutren y nos permiten sobrevivir como individuos, y que se manifiesta como un impulso fisiológico y neurológico ligado a nociones como apetito, hambre, saciedad, satisfacción y placer. Eso lo sentimos todos como individuos. La otra manera se relaciona con un aspecto de la alimentación que está ligado a la construcción particular y neurológica del gusto en cada individuo. Y que se manifiesta como una suma de apreciaciones sensoriales relacionadas con la comida, que interesa a nociones como gusto individual, preferencia y elección alimentaria, y que está muy vinculada con la aproximación de cada individuo al alimento, a un “estilo de cocina”, a un saber culinario y a un agente culinario. Es una aproximación sensorial formada por una red de afectos o desafectos, en la que juega un papel central la madre como inductora inicial del gusto alimentario, incluso desde la placenta. Esa aproximación forma “impresiones” duraderas en el sujeto, que se manifiestan a través de una memoria gastronómica, experiencial, individual, intransferible, que se gesta en el seno de una sociedad, pero que actúa como “nuestra sociedad”, o nuestra manera particular de concebir esa sociedad.

Los alimentos se transforman en preparaciones culinarias en una primer instancia y en un escenario que conforma lo que llamamos la cocina regional. Es una cocina que se realiza con ingredientes resultantes de la producción propia, de productos mayormente frescos producidos, en las inmediaciones, por productores locales en un paisaje que conocemos y del cual hemos conocido y sentido sus transformaciones. En la cocina, utilizando técnicas y utensilios tradicionales, los cocineros, más que todo las cocineras populares o las amas de casa, reproducen los usos culinarios que les fueron transmitidos, inter- generacionalmente, de madre a hija, y por sistemas de educación informal, sin horarios precisos ni contenidos rígidos. La manera de condimentar y combinar los alimentos, que es la base diferencial en todo estilo culinario, aún al nivel de cada cocinera, obedece a unas reglas que han construido una determinada “sazón”, un concepto muy importante, que es la suma de una apreciación sensorial que pretende ser unificadora, y que también se intenta transmitir entre familias y generaciones. La cocina regional es una cocina que no persigue sorprender al comensal, sino complacer el gusto y construir una memoria. Y mientras lo hace, una madre construye una experiencia singular en relación con su hijo. Las cocinas populares y las amas de casa que preparan la comida lo hacen repitiendo lo que han aprendido desde niñas, dentro de la estructura familiar en la que ellas juegan un rol que les ha sido asignado socialmente. Ellas preparan copian, repiten e intentan reproducir con pocas variantes las recetas de cocina empleadas por sus antecesoras. La cocina regional no niega ni se enfrenta a esos cambios. Simplemente los asimila y minimiza sus alteraciones. Es la comida familiar, la de todos los días, y también la comida selectiva de las festividades populares, y hasta de las celebraciones en la intimidad de la familia en algunas fechas importantes para el individuo como, por ejemplo, los cumpleaños.

La cocina nacional nace a costa de las cocinas regionales, la cocina del origen, como su suma selectiva, su epítome o síntesis. Pero, en este caso, para pasar de las cocinas regionales en l construcción de una cocina nacional, los ingredientes con los que se hacen sus preparaciones más representativas, tanto comidas como bebidas, se pueden conseguir en todas las regiones del país. En este caso, los ingredientes y las técnicas empleados se repiten de una región a la otra, y las trascienden. No como sucede con los ingredientes particulares o endémicos de las regiones, que están ligados a un ecosistema específico, y a un paisaje, a un territorio y a unas costumbres locales, que le sirve de escenario de fondo para su disfrute.

Cuando una persona reside fuera de su país natal, porque ha emigrado, voluntaria o forzadamente, viaja, convive y envejece con la memoria de sus sabores y olores de la que es difícil desasirse. Esa memoria gastronómica es más perdurable que el recuerdo de los rostros, de las fechas, o de los nombres, o incluso hasta de la construcción de su propia lengua. Esa memoria es el referente más persistente de la identidad de un individuo y la de su grupo social. Una memoria que se comparte inicialmente con otras memorias, la de los recuerdos familiares fragmentarios, que se van diluyendo o desdibujando con el paso del tiempo, mientras que aquella persiste.